Pulp fiction se reestrena en salas comerciales por su veinte aniversario. Reciclo un viejo texto, que habla un poco de todo y es autobiográfico, pero que gira alrededor de los primeros filmes de Tarantino.
Pertenezco a una generación cuya cinefilia creció y se fortaleció
gracias a las películas de Quentin Tarantino. En los primeros años
de la década de 1990 mal circulaba la revista Dicine, una de las
pocas opciones previas al internet que mezclaba la crítica y los
datos duros, ya que además de artículos sobre filmes destacados,
los estrenos en la ciudad de México eran todos reseñados aunque
fuera brevemente y se incluía una ficha técnica de cada película.
Ahí se hablaba maravillas de Perros de reserva (Reservoir
Dogs. Estados Unidos. 1992), la ópera prima de un cineasta cuyo
relato vital me permitía sentirlo próximo: no había estudiado
cine, su gusto por las películas se había nutrido de videocassettes
y, mientras despachaba en un videoclub, escribía guiones.
En aquel entonces no tenía palabras palabras para describir el
relato y la narración que hacían de Perros... un
filme extraordinario por sus rupturas temporales, sus cambios en los
puntos de vista, sus elipsis sugerentes y su búsqueda de espacios
para cada personaje. Y bueno, nada podía decir sobre su puesta y
pantalla: todo estaba demasiado oculto de un recién egresado de la
licenciatura, burócrata en ciernes que apenas había visto Ciudadano
Kane (Citizen Kane. Orson
Welles. Estados Unidos. 1941) y Casta de malditos
(The killing. Stanley Kubrick. Estados Unidos. 1956), modelos
evidentes pero no únicos de Tarantino: de las películas orientales
que prácticamente rehizo ni hablar.
Lo que me encantaba eran los giros y
sorpresas violentas del relato, así como el manejo tan lucidor de la
música. Pero más me gustaba que el director era de mi misma
generación (aunque había nacido ocho años antes que yo), que tenía
una seria preocupación por el guión (mi mayor interés en aquel
entonces) y que era cuate de otro cineasta que consideraba modélico
en mi proyecto de vida: Robert Rodríguez.
Tal era la necesidad de ver
Perros... que,
aprovechando un viaje de trabajo a Aguascalientes, me metí a un cine
por demás lúgubre para verla antes que nadie (según yo) en mi
ciudad. El resultado fue devastador. No puede dejar de darle vueltas
a la película por meses. Y fue la primera de la que tuve disco
compacto, póster y video vhs. Oficialmente era fan.
Afortunadamente gravitaban en mi
entorno otros individuos cinéfilos mucho más conocedores que yo,
que me llevaron a los otros modelos no tan lógicos y evidentes de
Tarantino. Leonel Romero y José Antonio Meave eran asiduos a
sesiones (diurnas o nocturnas) donde pude ir explorando las películas
francesas de los sesentas y setentas, sobre todo las de Jean – Luc
Godard. Si las películas de Taratino sólo me hubieran servido para
conocer a Godard ya hubieran válido la pena.
En los próximos años traté de
autoinflingirme todo el conocimiento fílmico que pude, tal y como lo
recomienda el autodidacta Groucho Marx. El salario de la burócrata
permitía los viajes y la compra de libros y películas. La soledad y
el deseo de evasión invitaban a llegar y permanecer en las salas
cinematográficas. En una época de tanto desamor pude agenciarme
conocimientos fundamentales para mi vida futura. No todo el tiempo
fue desperdiciado.
La segunda película de Tarantino
llegó pronto y verla resultaba una obligación gozosa. En México se
estrenó en 1995 y hube de viajar al Distrito Federal con la precisa
encomienda de verla. Mi primer visionado ocurrió en el cine Latino,
enorme sala en la Avenida Reforma, un poco venido a menos en aquel
entonces pero todavía impresionante por el tamaño de su pantalla.
Tarantino me derrotó por knock out.
El humor era desternillante. No creo haber reído tanto antes de la
escena en que Travolta le vuela la cabeza a su camarada, ni haber
encontrado nada tan cachondo como el pie de “Esmerelda Vilalobos”
o el francés de María de Medeiros. Uma Thurman no me emocionaba
tanto, pero hay que reconocerle su mérito sobre todo cuando estaba
desfallecida.
No recuerdo ninguna película en
donde los balazos sonaran tan fuerte, ni donde la música y el plano
final de la película te obligaran a ir caminando igual que los
personajes cuando salías a la calle. El guión lo encontraba
original e intenso. Pero no sabía por qué. No entendía que tiene
una progresión dramática imparable a partir de la acumulación de
tiempos muertos. No lo entendía, pero estaba chido. La había vivido
a flor de piel de tal forma que persistí en mi retina.
Tarantino se puso de moda. Como si
fuera un terremoto, tuvo una serie de réplicas en nuestro país,
unas más afortunadas que otras. Funcionaba muy bien referencia en El
callejón de los milagros (Jorge Fons. México, 1995), pero su
estreno resultó tan inmediato que uno no puede saber si realmente
influyó en el trabajo del director y del guionista (Vicente Leñero
adaptando a Nagib Mahfouz).
Donde
si hasta coraje me dio fue cuando vi Amores perros (Alejandro
González Iñárritu. México. 2000), donde con escasa imaginación
copiaron la mejor escena de Perros...
Es
fecha que me parece imperdonable. De hecho 21
gramos
(21 Grams. Alejandro
González Iñárritu. Estados Unidos. 2003) y Kill
Bill: La venganza, volúmen 1
(Kill Bill: Vol. 1. Quentin Tarantino. Estados Unidos. 2003) se
proyectaron al mismo tiempo en San Luis Potosí. Esto me hizo pensar
que las películas de Iñárrritu no me gustaban por que prefería
ver las de Tarantino.
Con
el paso del tiempo y tras el estreno de Biutiful (Alejandro González
Iñárritu. México y España. 2010) y la ruptura con Guillermo
Arriaga he valorado a González Iñárritu. Sin embargo considero
válido mi juicio para sus tres primeras películas. Y las de Arriaga
no las veo ni por error.
La
vida siguió, las películas se acumularon, el amor al cine creció.
Y en un momento fue alimentado por las primeras películas de
Tarantino. Y qué momento. Fue el tiempo de las mejores películas de
Woody Allen en los noventas, de las últimas de Krzysztof Kieslowski,
de La edad de la
inocencia
(The Age of Innocence. Martin Scorsese. Estados Unidos. 1993) de
grandes filmes dirigidos por Keneth Branagh y de muchas otras
experiencias fílmicas que no tiene caso listar ahora, pero que
incrementaron la necesidad de ver mas y mas películas. Era,
parafraseando a François Truffaut, era el amor al cine a los veinte
años.
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